LA GRAN COSA



La Guerra de España corresponde a un tiempo de confusión, de muerte y nacimiento de mundos distintos. Tal vez por esto y no sólo por impotencia estos relatos, imbricados unos en otros y no machihembrados geométricamente, como tal vez debieran estarlo, den una idea del caos que fue en tantas ocasiones aquella lucha. El desorden, la complejidad de los motivos puede explicar el fárrago y embrollo del revuelo de lo que sigue, las tinieblas - la niebla - que muchas veces el sol español no logró vencer, aun sin contar la ofuscación de los contendientes.
La Guerra de España fue un Laberinto del que no salió nadie, aún estamos dentro, clamando (hay naturalmente los que lo vieron desde fuera, aun sin pagar, y los que han nacido después, a quienes no importa gran cosa), el hilo de Ariadna conducía a la disgregación del átomo: ¿quién lo sabía?
- ¿Cuántas veces no ha aparecido Europa sentada sobre el toro? Llevada en volandas si no se sabe adonde ni para qué. Lo que no se ha fijado es que el toro es España que había de volar - como lo hizo sin contemplaciones - a Europa. España es el país del toro. Es el toro que lleva a Europa en volandas. A veces la geografía no es tan tonta como parece.

Max Aub


Llevaba mucho tiempo sin reseñar una obra de narrativa en el blog. Y no ha sido porque haya descuidado la lectura de prosa, sino más bien porque durante el último medio año he alternado mis acercamientos a la poesía con un viaje (agotador) en pos de uno de los ciclos de novelas más extraordinarios de la literatura española. Me estoy refiriendo a “El laberinto mágico” de Max Aub. Antes de este ejercicio sólo guardaba en la retina lectora la deslumbrante “La calle de Valverde” y el insólito “Crímenes ejemplares”. Seis meses después, me reconozco aubiano, o mejor dicho, un cuerpo atravesado por la experiencia narrativa de “La Gran Cosa”, como llamaba a nuestra Guerra Civil el propio autor. Resulta además paradójico que haya finalizado este ciclo pocas semanas antes de comenzar esta inquietante situación política que tiene a Cataluña y al conjunto de nuestros pueblos y gentes en vilo. Quiero pensar que entre las páginas de esta obra literaria espejean muchos de los elementos que aún nos interpelan como comunidad histórica.



Para quienes anden despistados decir que este ciclo narrativo está compuesto, sobre todo, por seis novelas que fueron escritas en un intervalo larguísimo. La primera, “Campo cerrado”, apenas recién salido al exilio el propio autor en 1939. La última, “Campo de los almendros”, editada en México por Joaquín Mortiz, en 1968. Casi treinta años después. A estas obras (como ciclo) habría que añadir también cuentos y relatos, poesía (el “Diario de Djelfa”), así como otras novelas que suponen antecedentes directos y necesarios para una comprensión cabal de este ambicioso proyecto aubiano. Y entre todas ellas un “imperativo moral” al mismo tiempo que un “imperativo estético”. Lo recoge en palabras del propio autor el crítico y estudioso de su obra, Francisco Caudet, en la interesantísima introducción a la última de esas novelas (en la edición de Castalia del año 2000): “Al fin y al cabo, si mi obra tiene algún valor es como literatura. Si no vale como tal, las ideas que contiene mi obra están mejor en cualquier otro autor”.

Esbocemos brevemente la cronología de este ciclo siguiendo no tanto la secuencia en la que fue escrito, sino más bien la diacronía de los sucesos y acontecimientos históricos que describen:

·         Campo cerrado (1943). En la que se da cuenta de los años anteriores a la Guerra Civil tanto en un pueblo y una pequeña ciudad de provincias (primera parte), como en la “rosa de fuego” que era la Barcelona de los años veinte y principios de los treinta (segunda parte). Las últimas secciones del libro (tercera parte y “colmo”) se concentran en el alzamiento en la ciudad condal y el aplastamiento de la sublevación por parte del pueblo, con especial protagonismo de las organizaciones sindicales y políticas como la CNT-FAI.
·         Campo abierto (1951). Que nos lleva a los primeros meses de la guerra en la ciudad de Valencia, así como a los días heroicos e inquietantes entre el 3 y el 7 de noviembre de 1936, con la defensa numantina de Madrid y la llegada de los primeros contingentes de las Brigadas Internacionales.
·         Campo de sangre (1945). Nos coloca en diferentes ubicaciones entre el 31 de diciembre de 1937 y el 19 de marzo de 1938, tomando como telón de fondo la batalla de Teruel, la crueldad de la guerra, y la cada vez mayor conciencia en el bando republicano de una más que probable derrota.  
·         Campo del Moro (1963). Que nos desplaza a la semana que va del 5 al 13 de marzo de 1939, en la que se produjo el golpe de estado dentro del bando republicano del militar Segismundo Casado, con el apoyo de los socialistas (de la mano sobre todo de una de sus figuras clave, Julián Besteiro) y los anarquistas (en torno a Cipriano Mera). El golpe de estado casadista desgarró la retaguardia republicana y fue la puntilla al gobierno de Juan Negrín, desvaneciéndose cualquier posibilidad de resistencia.  
·         Campo francés (1965). Que nos lleva a un lugar y unos hechos poco conocidos por el gran público español y francés. El campo de concentración ubicado en lo que hoy son las pistas de tenis de Roland Garros de París, adonde el gobierno acobardado y conservador del Frente Popular, había encerrado a muchos hipotéticos “agitadores políticos” europeos, tras la ejecución de detenciones indiscriminadas, arbitrarias e ilegales. Entre esos detenidos, como no podría ser de otro modo, había muchos republicanos españoles huidos tras la caída del frente de Cataluña, así como brigadistas internacionales, judíos, sindicalistas, comunistas.  
·         Campo de los almendros (1968). Que nos sitúa entre marzo y abril de 1939. La derrota republicana, la huida de muchos de sus dirigentes, la encerrona en el Puerto de Alicante adonde fueron a parar muchos de esos derrotados a la espera de barcos que les sacaran de España (y que nunca llegaron). La desesperación de la captura. El traslado a Albatera, el que sería uno de los primeros campos de concentración franquista, en el término municipal de San Isidro, comarca de la Vega Baja del Segura, donde la crueldad y la violencia fueron la divisa de su cotidianeidad.

Estas son las demarcaciones de lo narrado. Ahora bien, ¿qué poso deja después de casi siete meses de lectura ininterrumpida? La verdad es que es difícil sintetizar de un modo sencillo y breve todo lo vivido como lector, ya que se trata de una experiencia totalizante, compleja, por momentos exigente y difícil, pero si tuviera que tirarme a la piscina diría que este ciclo contiene, al menos para mí, tres aprendizajes fundamentales.



El primero de ellos guarda relación con eso que podríamos llamar la construcción estética de la “multiplicidad de lo real”. Max Aub compone una narración donde individualidad y colectividad, sujeto y sociedad, intrahistoria e historia, estructura y agencia, están indisolublemente entrecruzadas. Por las casi 2.500 páginas transita una mundología poblada de diferentes seres que nos muestran todos los costados de la vida, todas las contradicciones y dialécticas en las que cada ser, al mismo tiempo, habita. Como si de una nueva “comedia humana” se tratara, estos libros reconstruyen un país, una sociedad desgarrada, abierta en canal, y para ello produce una “encarnación subjetiva” (como señala el propio Caudet) que pone voz, carne, temperatura existencial, a cientos de personajes que, si bien algunos sirven de hilo conductor a lo largo de todo el ciclo, no se puede decir que sean protagonistas en el sentido literal de la palabra. Decían los zapatistas que “hay muchos mundos en este mundo”, pues bien, esta obra bucea en esa aseveración, la materializa, desde una ambición literaria que tiene pocos ejemplos en nuestra tradición narrativa. Cuando se leen estas novelas uno entiende en toda su complejidad cómo un mismo hecho histórico puede ser anidado por una pluralidad infinita de emociones y razones. Se trata de un ejercicio intersubjetivo, donde los distintos personajes entre sí, donde el autor y su mundo, donde el escritor y sus criaturas fabuladas (muchas de las cuales, a su vez, tienen una raigambre en personajes reales) dialogan unas con otras en un permanente y recursivo ejercicio dialéctico. Este es un aprendizaje que hoy en día nos es más necesario que nunca. Las sociedades no son bolas de billar compactas, homogéneas, sino que están compuestas de intensas y vibrantes heterogeneidades. Max Aub se sumerge en esas heterogeneidades en un momento dramático para la historia de nuestro país.  

El segundo de los aprendizajes que me llevo sería algo así como “la pluralidad constitutiva de la narración”, así como su diálogo con otras artes en tanto apuesta necesaria. Estos libros experimentan muchas de las formas y estrategias retóricas que la literatura fue levantando desde los años setenta. Cuando uno lee estas novelas, entendidas más como collages a partir de secuencias, reconoce su hilatura con el mundo del teatro, del cine, de la pintura. El estilo aubiano en el “Laberinto mágico”, por momentos denso y barroco, engolosinado, excesivo unas veces, vertical y despojado otras, recorre todas las potencias que la escritura narrativa atesora a la hora de encarnar un mundo. Y lo hace poniendo en diálogo diferentes materiales culturales. Desde la tradición (especialmente Cervantes y Pérez Galdós) a la vanguardia. Creo que nos encontramos ante una de las prosas más apabullantes que se hicieron en nuestro idioma tras la guerra. Incluso me atrevería a decir que leyéndolo, uno no termina de saber si se encuentra ante un autor peninsular o latinoamericano. Por momentos su narratividad se preña de nuestra mejor tradición siglodorista, mientras que otras veces el castellano que emerge desconcierta, abruma, como si llegara de otro lugar, poblado de un vocabulario apenas reconocido hoy por nuestra comunidad de habla. El lenguaje literario en esta obra, creo, se vuelve un territorio en disputa, se transforma en una herramienta que no es una herramienta, sino realidad en sí mismo. El lenguaje aubiano representa en lo que somos en su incompleta materialidad, en lo que irreductiblemente somos por encima de nosotros mismos. De ahí que su prosa, incluso el problema de la prosa, se vuelva un campo cultural de enorme importancia a la hora de entender y conformar las sociedades históricas que somos.



Esto me lleva al tercer y último de los grandes aprendizajes que me llevo como lector. Entender que la “memoria colectiva” recreada a partir de la literatura, es un campo estético y moral donde distintas fuerzas sociales se la juegan, donde las comunidades y las gentes nos la jugamos. Leer “El laberinto mágico” es comprender mejor y de un modo menos estereotipado lo que fuimos y somos, con sus grandezas y vilezas, con sus contradicciones irresolubles. Y la memoria en tanto relato, es precisamente el termómetro donde las sociedades ajustan sus relojes democráticos. No hay convivencia sin vivencia compartida, sin reconocimiento de esa multiplicidad de lo real que es indisoluble, que se dice a sí misma a través de una pluralidad constitutiva de la lengua. No hay subjetividad sin alteridad. No hay devenir sin asumir lo precario que es cualquier “viaje” colectivo e histórico. Nuestra guerra, esa “Gran cosa” que reverbera aún hoy, fue un momento vertical donde todas las preguntas y heridas existenciales se sincronizaron a la vez. Y Max Aub trató de poner palabras a ese instante. Hay que ser muy valiente y decidido, además de buen escritor, para salir indemne de tan arriesgado viaje.


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