TODO ESTÁ VIVO DE OTRA FORMA


Alocén es un pequeño pueblo de la provincia de Guadalajara. Su historia está dominada por la desaparición y la ausencia. De origen andalusí fue conquistado por la Orden del Temple. Una de sus ermitas, en las afueras, se llama La Soledad. Quiso la construcción del embalse de Entrepeñas, allá por los años cincuenta, anegar la mayoría de sus huertos y sepultar en agua la estación de ferrocarril que conectaba la población con la capital madrileña. El éxodo rural de los sesenta hizo el resto. Alocén hoy es un vecindario casi fantasma durante el invierno, avivándose la calentura de los hombres en el verano. No tiene colegio, instituto, farmacia, ni centro médico, tampoco otros servicios fundamentales para los que toca poner camino hacia Budia.

A estas alturas quizá el lector se pregunte, ¿y qué tiene que ver Alocén con este poemario? ¿Para qué recordar su historia si lo que tenemos entre manos es un libro donde no se relatan ninguno de los acontecimientos anteriormente señalados? Tiene que ver todo y nada al mismo tiempo. Mi imaginación lectora me dice que en Alocén (en veladura, como única toponimia que figura en el libro) podemos explorar quizá algunos de los temblores que lo sostienen. O dicho de otra forma, es la historia de Alocén una metáfora que nos puede servir para indagar en algunas de las interrogaciones esenciales de la obra. Alocén es la viva imagen de la resistencia contra el vacío, de la tozudez por hacer del espacio agreste una morada, un hogar, a pesar de la desaparición, el abandono y la soledad. Alocén es una respuesta lanzada al cielo de la historia y la geografía arrasadora, como si los vientos castellanos que barren sus paisajes hasta horadarlos por completo, no hubiesen sido capaces todavía de liquidar sus huellas. Pareciera que, entre sus casas, el pensamiento latente de sus gentes fuera: ¿cómo hacer de este lugar inhóspito, morada?, ¿cómo mantener el calor de lo vivo en mitad de este universo descoyuntado? Y es justo ahí donde se entrecruzan, a mi juicio, la pavura de Alocén con la escritura honda de la poeta Esther Ramón. ¿Cómo hacer de nosotros mismos morada de sí? ¿Cómo bucear, en apnea, hacia los fondos de nuestra propia existencia, para hallar en ellos su médula primaria, su fuente última de resurrección? ¿Cómo seguir insistiendo en el abrigo de la vida a pesar de lo inestable y quebradizo del mundo (como señala Francisco Javier Irazoki en su crítica de este libro en El Cultural)?



Se emprende el silencio / como un tóxico verdor / bajo la lengua.

Morada, a mis ojos, se comporta como un libro radical (de raíz) y existencialista. Me explicaré. Tal y como reconociera Emmanuel Mounier “todo existencialismo es, ante todo, una filosofía del hombre” en la cual toma cuerpo una concepción dramática de la existencia. La contingencia de lo humano, la impotencia de la razón, la fragilidad, la finitud, la soledad, el secreto, la nada… están detrás de su latencia más profunda. Ahora bien, como también señalara el autor francés, “toda filosofía de la existencia es, por esencia, una filosofía dialéctica”, y aunque “interiorista” rechaza el aislamiento egocéntrico, esto es, “opuesto a lo que está encerrado sobre sí, cerrado como una caja, «encapsulado»”. De ahí que sus métodos más corrientes de expresión sean el “cortocircuito metafísico, la hipertensión lógica, la sorpresa, el acercamiento inesperado”. En las varias lecturas que he hecho de Morada, me ha sacudido siempre esa extraña paradoja. Por un lado, sus diferentes secciones (Excavación, Velocidad y Piedra de agua) me empujan hacia ese “existente bruto” heideggeriano que tiene tintes desolados e incomprensibles. Un fondo interiorista de vulnerabilidad. Pero por otro lado, su escritura diáfana, exacta, despojada me propulsa hacia la sorpresa y el “acercamiento inesperado” de sí, que inevitablemente abre nuevas preguntas a la conciencia.  

Es por ello que el existencialismo de Esther Ramón presenta tonalidades muy diferentes, propias. Para empezar, aun siendo una escritura del ser humano, se encuentra permanente atravesada por la naturaleza. No hay disociación entre cultura y naturaleza, ambos mundos permanecen hibridados en el corazón de la piel, indisociables. Esto es algo que se repite en toda su obra como una obsesión iluminadora. Además, el modo de ahondar en esa pregunta que, a mi juicio, atraviesa el libro (¿cómo hacer de nosotros mismos morada de sí?) guarda conexiones con esa noción de “epimeleia” griega (inquietud de sí) que Foucault investigara en su ya mítica “hermenéutica del sujeto” allá por los años 1981 y 1982. La “epimeleia” era, ante todo, una ética general del no egoísmo, una obligación para con los otros que pasaba, primero, por cuidarse de sí, por ocuparse de sí. Se trata de una “actitud” de respeto hacia el sí mismo, una indagación sobre el sí mismo, una “manera de mirada” cuyo fundamento es el traslado de la mirada exterior hacia uno con el fin después de regresar al exterior ya modificado, de ahí sus prácticas de transfiguración y cambio. La “epimeleia” sería algo así como lo contrario al individualismo capitalista. Para ser-en-los-demás (en toda su intensidad) necesitamos antes estar-en-nosotros-mismos (no se puede “cuidar” a otros si primero no te cuidas a ti).


¿Por qué creo que en Morada el existencialismo poético de Esther Ramón es “epimeléico”? Pues fundamentalmente porque su escritura apuesta por la inquietud radical de sí sin menoscabo de la ocupación nítida por los otros. La “excavación”, “la velocidad”, “la piedra de agua” que nos propone esta autora desbordan los parámetros de lo individual, articulando sus textos mediante una deliberada impersonalización. Como ya expusiera en otras reseñas anteriores, esta técnica constituye una fuente de problematización sobre el sujeto enunciador clave. Cada poema es un ahondamiento en el ser humano que no discurre por fuera o contra los entornos donde habita. No estamos ante una obra biográfica, solipsista, ensimismada, todo lo contrario, su temperatura semántica bucea en esa ética no egoísta de la que nos hablaba Foucault. Es un libro profundamente conectado con lo humano y lo vivo. Lo que pasa es que asume, en su desnudo y visceral desgarro, la incompletud, el desamparo, la incomprensión y la fragilidad del ser. Veámoslo en este poema:

Somos juntos
o es la luna,
su arrastre
hacia la ventana
encendida.
Somos tantos
trabajando en los
cimientos,
percutiendo en la raíz
con un golpe de racimo.

O uno solo que aferra
el arpón, el dañado
que camina y cae,
lo clava en
su propia pierna,
la sana con otro
cuerpo.

(No se levanta
y sigue avanzando,
cabemos miles
en el cuarto vertical,
cortes de las finísimas
agujas
en su brazo extendido,
le damos nuestros
nombres,
nos vaciamos).

Escucho las carreras,
los timbres,
la apertura sigilosa
de las ventanas,
el choque de los mirlos
contra el muro,
tan lleno que no puedo
moverme,
y espero el barco,
o es otra habitación
en penumbra.
No les oigo
pero me arrojan
sus pañuelos,
algunos caen al mar.

Es de noche y
se acabó el pan
de las palomas,
dos quedan
las letras
compartidas,
la luna que
muerde,
un impulso
de arranque
que nos une.


Una escritura enigmática

¿Y de qué medios expresivos se sirve Esther Ramón para encarnar esa “morada de sí”? ¿Cómo pone a funcionar la maquinaria literaria en pos de ese existencialismo dialéctico? Aquí radica, creo, otro de los hallazgos del libro. La poesía de esta autora, a mi juicio, heredera de ese “surrealismo liberador” del que también nos informa Irazoki, apuesta sin complejos por la imagen y la simbolización como fuerza semántica. Ahora bien, cuidado, que su literatura siga apostando por estos recursos estilísticos (hija también del linaje vanguardista) no implica que sienta pulsión por la significación y “hacer signo”. Todo lo contrario, creo. Su simbolización se abre constantemente a una pluralidad de significantes, ninguno de ellos con capacidad para hacerse hegemónicos o estables; se enraíza en la desestabilización de la lengua, huye de toda unidad, deserta de cualquier urgencia comunicable, y asume lo ilegible/incomprensible como parte fundante de la experiencia y el ser poético.

En este sentido, me parece a mí que habría que sintonizar su poética con esa “escritura enigmática” que defendía Maurice Blanchot. Si el objeto literario, para el autor francés, es “al mismo tiempo irreductible (sin ningún tipo de explicación psicológica o sociológica) e indeterminado (nunca es posible recuperar el significado total y la importancia de un texto literario)”, su traducción semántica sólo puede asentarse en una escritura donde convive “una especie de fuerza que arrastra hacia un centro de atracción desconocido —perceptible vagamente sólo para el que escribe—”. La poesía de Esther Ramón, como la de Blanchot, tensa ese “centro de atracción desconocido”, implica una negativa a la homogeneización, es legible aunque oscura, apuesta por la singularidad del texto, juega con el carácter paradójico de la imagen, ya que es algo así como una “proximidad producida por el distanciamiento”. En definitiva, la poesía simbólica de Esther Ramón experimenta lo enigmático no como pose o hermetismo deshumanizado, sino como el modo coherente de desafiar la absorción de la lengua por las dinámicas y dispositivos culturales estabilizadores. No se pierdan este libro. Sobrecoge y emociona.



Referencias bibliográficas:

Foucault, Michel (2009). La hermenéutica del sujeto. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Lechte, John (2010). 50 pensadores contemporáneos. Del estructuralismo al posthumanismo. Madrid: Cátedra.

Mounier, Emmauel (1967). Introducción a los existencialismos. Madrid: Guadarrama.

Ramón, Esther (2015). Morada. Madrid: Calambur.

Irazoki, Francisco Javier (2016). Morada. Recuperado de enlace: http://www.elcultural.com/revista/letras/Morada/38074


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