TRES POETAS LEÍDAS EN NUEVA YORK


Estos días en Nueva York estoy aprovechando para pasear, leer y escribir. Son varios los compañeros de viaje que me acompañan(Dos Passos, por supuesto). Aunque espero en los próximos días poder colgar en este blog el texto de presentación y alguna imagen de la lectura de RITUAL en el ciclo de Pen Press, me gustaría hoy acercarles tres poéticas muy disímiles entre sí que, sin embargo, se han entremezclado en mis ojos estos días. Se trata de las poetas Joumana Haddad, Isabel Cadenas Cañón y Patricia Fernández-Pachecho. La primera de ellas, libanesa, vive en Viena (y no la conozco personalmente). Las dos restantes, españolas, viven en Nueva York (y sí he tenido el placer de encontrarme con ellas).


Gracias a la recomendación de las escritoras Mercedes Roffé y Marta López-Luaces llegué a la obra de Joumana Haddad. Este espléndido "Espejos de las fugaces" ha sido una de esas lecturas que dejan huella. Inesperado, el libro ha ido creciendo en mí a medida que los días pasaban y guardo en mi memoria lectora un zarpazo emocionante. Me gustaría acercarles un poema de la primera sección del libro titulada ESPEJOS.

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El muerto sabe que la muerte no es una partida, sino un retorno. Sabe que el alejamiento de la muerte es más rápido que su aparición. Que en cuanto llega no se queda mucho tiempo y cuando permanece se cumple sin razón. El muerto sabe que es él su propio huérfano. A diario sale de la cama hacia los brazos del sol, y los brazos del sol hacia su polvo. El muerto se levanta seguido por su muerte y por manchas de una nube que sangra sobre la nieve. El muerto se levanta, se viste, abre la puerta que da al campo, cava un hoyo y extraer agua de un peñasco como si sacara un conejo del sombrero de un mago. Del agua saca un espejo para las almas de los cobardes. El conejo se mira siendo conejo y huye aterrado. El muerto muere cuando es hora de levantarse, en cuanto llega la hora de la muerte, si no, él mismo no llega.
Así la muerte se levanta para conocer al muerto, y el muerto se levanta para conocer la muerte.


Llega el turno para dos jóvenes poetas españolas afincadas en Nueva York desde hace algún tiempo. Hablamos de Isabel Cadenas Cañón (1982) y su poemario "Irse" (III Premio de poesía Caja Guadalajara-Fundación Siglo Futuro) editado en Vitruvio (y de la que ya adjunté una nota biobibliográfica en el post anterior), y de Patricia Fernández-Pacheco y su "Casa de citas", editado en Torremozas (2010). Para quién no la conozca digamos que Patricia Fernández-Pacheco (1978) es licenciada en Derecho por la Universidad de Alicante, especializada en Derechos Humanos en Italia y Grecia. Posteriormente trabajó en Costa Rica y Ecuador. Actualmente vive en Nueva York, donde trabaja en las Naciones Unidas. Ha obtenido el Premio de Poesía de la Universidad de Alicante durante 3 años consecutivos, el Cafetín Croché (El Escorial) y el Premio Miguel Hernández (Elda). Fue incluida en la XXI Selección de Voces Nuevas (Torremozas, 2008). Ha publicado Casa de Citas (Torremozas, 2010) y su segundo libro de poesía será publicado este año también en la misma editorial.

Empecemos con Isabel Cadenas Cañón...



Irse. Tríptico

I

como quien enciende un fuego
a media tarde
y lo mira arder
despacito
sin prisa
seguro de que las brasas
incipientes
acabarán tiñendo
el cielo de chispas naranjas

más o menos así
me estoy yendo.


II

hasta qué punto irse es sinónimo de adiós

me he sentido propia en tantos sitios
que marcharse es cada vez un desgarro nuevo
en una parte de mi cuerpo

que sin embargo antes no existía.


III

no quiero que el mío sea un no lugar
que Nora piense en mí
como esa prima que viene de visita
una vez por año
y siempre se olvida de traer regalos
no tener silla definida a la hora de comer
que mi sola presencia implique
repetir conversaciones
aclarar nombres

no quiero que mi espacio sea
un no estar en ningún sitio
que mis coordinadas sean irme

pero cómo permanecer
dónde
ai aún queda tanto por mirarme
y los ojos que me asumen Isabel
mutilan.



El turno para Patricia Fernández-Pacheco...


Antes que nada me tomé las armas. Estaba todo descolocado, francamente mal, un supremo amasijo de riquezas mal repartidas, un sedimento grueso de cal, una larga fila de estirpes de esclavos.

Después quise, con ávidas posturas de flor de loto, entender el Mundo, auscultarlo delicadamente como hacen las avionetas que planean, a la hora de la siesta, la caudalosa arteria aorta que podría llamarse Aguarico o Chagres o Atrato.

Más tarde intenté echarme a la mala vida, hacerme llamar bucanero, estiércol, montaraz, comunista, vil borracho.
Entonces puse precio a mi cuerpo y después me conseguí un empleo en el que las aves de carroña pasaban picoteándome las manos.

Un día alunizó en mi cara estupefacta el amor.
Fue como un gran batacazo de adrelanina y efectos especiales del que, al rato, emergió, muy despeinada pero decidida a quedarse, la felicidad en persona.

Y lo uno llevó a lo otro -qué cosas- de repente me dio por volver a leer libros apolillados, manifiestos, declaraciones del milenio, textos así.
Me dio por aprender los lenguajes casi extintos de la piedra, la madera y el esparto. Y aprendí a escuchar la lluvia con cuidado.

Si no hubiera intentado tantas vidas, no contaría lo que cuento.

Soy ese viento leve que, en otoño, mece los interrogantes.

Y ya no necesito saber
a dónde es que hay que llegar
o en qué será que va a desembocar este relato.

1 comentario:

  1. Dos poetas (no me gusta la palabra poetisa) que no conocía y que buscaré en las librerías. Gracias por la referencia.

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