El desierto de agua, de Miguel Ángel Gara

Representación de una pieza Butoh. Japón.



Dice en el prólogo de este libro el poeta Enrique Falcón: Los versos de Miguel Ángel Gara han logrado, aquí, convocar una posibilidad de supervivencia, un camino –nada dulce de recorrer, este libro es un magnífico testimonio de ello- para salvarnos del sinsentido y de la pérdida. Especialmente atinada me parece esta idea si queremos presentar el El desierto de agua. Un territorio de supervivencia, una poesía emergida de la nada, sin andamiajes, como si su autor hubiera querido suprimir cualquier resto de escenario, circunstancia y/o relato. Permítanme una comparación. Permítanme un juego de espejos a la hora de sugerirles la lectura de este poemario. Tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki en 1945, las imágenes de los supervivientes vagando como zombis por las calles niponas generó una reacción de asco y repulsión entre los propios japoneses. La consciencia del final y su traducción en forma de cuerpos quemados, hirió profundamente el corazón moral de toda la sociedad. Fue entonces cuando nació el butoh, la “danza hacia la oscuridad”. Algunos de sus creadores, los coreógrafos Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata, hablaron de recuperar el cuerpo primigenio, “el cuerpo que nos ha sido robado”, “recobrar el cuerpo desde el vientre materno”. Tras el arrase y la destrucción, solo queda volver a concebir nuestra materialidad alejada de cualquier ornamento: movimientos mínimos entre el teatro, la danza y la poesía. Casi la inmovilidad. Pues bien, “El desierto del agua”, a mi juicio, plantea la misma estrategia. Herida la vida, sometido el sujeto a un desmantelamiento ético. Socavadas las posibilidades de mutualismo y solidaridad, Miguel Ángel Gara decide “recuperar el cuerpo (la existencia) que nos ha sido robado” y para ello reformula poéticamente una textualidad-butoh alejada de cualquier tipo de retoricismo. Se trata de poemas austeros, deshidratados, casi aforismos, cuyo ritmo entre salmódico y monocorde, va destilando una voz que tiene su origen detrás de la nada y, en cierta medida, a la nada se dirige. Igual que un susurro en mitad de un gran desierto. Poco importa que ese baldío sea de agua o de arena. Lo importante es la imagen. La despoblada voz de un sujeto cualquiera que, comprendido el horror del tiempo que le ha tocado vivir, confronta su propio desaliento con el aire barrido del mundo. En este hopar minúsculo / el reloj respira y se despide, / su ruido es el silencio, / sus párpados silencio, / sus alas son silencio. / Regresa en un silbido y su vaivén se escapa, / otra luz se detiene, se ha deshecho, / se marcha. / No quedará su espuma. / No quedará su espuma. / Los barcos se han hundido. / Cae el mar ¿o es la lluvia? / La lluvia siempre vuelve.

Y es que ese mundo, poco importa si de agua o de tierra, ya no tiene la forma de un nicho ecológico. Se trata de un hueco, una inmensa caja transparente (a la manera de Francis Bacon) dentro de la cual “el aire se seca”. Podemos transformarla en barco. Podemos autonombrarnos Capitán. Podemos recrear que estamos en mitad de una “planicie seca de las aguas”. Da igual. Todo deviene en lo mismo: una voz desabrigada en medio de una gran oquedad. Pero la voz de Miguel Ángel Gara, aunque lúcidamente pesimista, busca el desborde, trata de superar ese “mar (que) fue una cuchilla que se bebió mi sangre y me dejó su acero”. Como si tras el derrumbe solo fuera posible la génesis y la expiación. Para ello la palabra se transforma en “pobreza que asciende”, en última gota de lo humano.


El butoh es una danza que busca la transmutación, la conversión del cuerpo en otras formas (ya sean animales o materiales). La poesía de Miguel Ángel Gara rastrea la posibilidad de existir a pesar del espanto, a pesar de todo aquello que hemos creado como un “peso muerto”.

EGL

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